Hace 6 meses
martes, 26 de junio de 2012
viernes, 15 de junio de 2012
Hay algo...
Hay algo en mi que detesto, que
no puedo manejar y me fastidia, es ese “don” por así llamarlo, de poder leer a
la gente y a las situaciones y no equivocarme, es en cierto punto beneficioso,
porque me permite saber de antemano con qué cartas juego si se permite el
eufemismo, pero al mismo tiempo es una maldición el no tener margen de error y
el no poder cambiar ciertos hechos… a pesar de serme tan evidentes. Otra
cuestión, ligada a esto, es el no poder (en algunos casos) separar los
sentimientos, es decir, uno no puede cambiar los dichos y las acciones de
terceros pero puede actuar sobre la repercusión de esos hechos en uno
mismo; no puedo dominarlo, muchas veces
repercuten en mí; es torturante, es como si viviera a orillas de un río, y, de
un momento a otro me doy cuenta de que la creciente se acerca, evidentemente no
hay nada más que hacer al respecto que
retirarse, pero por x motivo uno puede hacerlo, el río crece y te
arrastra la corriente con todo y casa… algo así, ahí estoy yo, como un camalote
a la deriva sin poder volver a la orilla o a aguas calmas. Ahora el problema
mayor es que cuando uno se cansa de remar flota… hasta que se hunde; se ahoga.
Claro que cuando uno está remando
a más no poder para mantenerse a flote y llegar nuevamente a la calma desplaza el remo para todos lados y en todas
direcciones, por tanto muy pocos se salvan de recibir algún que otro palazo por
la cabeza, se acerquen por la situación que se acerquen. Si se me permite
continuar con las metáforas.
Hay algo en mí que adoro, esas
fuerzas que me hacen seguir adelante no importe qué… ese no quedarse porque lo
que permanece mucho tiempo estancado se pudre. Ese seguir fluyendo ante todo y el darme cuenta que a pesar de que me
rodean aguas estancadas, hasta el más triste cieno sirve de abono.
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miércoles, 6 de junio de 2012
Prisión a la orilla del mar
Cuando tenía unos quince años, leí dos historias fabulosas... una que hablaba de cómo escuchar la música de cámara y describía una casa apartada en el campo, un cuarteto de cuerdas, un estado especial del espíritu... y a medida que uno lo leía se veía allí. Nunca más pude encontrarlo, demás está decir que olvidé el nombre de quién lo escribió, si era hombre o mujer ... recuerdo que el libro era una antología. Quién sabe, quizás algun día nos "re-encontremos". El otro es esta maravillosa obra llamada "La prisión a la Orilla del mar" de Amado Nervo. A mí me llega al alma y la atraviesa, espero puedas compartir conmigo:
LA PRISIÓN A LA ORILLA DEL MAR
A ANTONIO DE ZAYAS
En San Sebastián hay una cárcel a la orilla
del mar.
En otros muchos puertos he visto grandes
prisiones a la orilla del mar.
Parece como que una prisión a la orilla del
mar debiera ser la mejor de las prisiones. Pero,
bien considerado, es la más cruel.
Imaginaos una torre sobre una roca, a la orilla
del mar. En esa torre hay un prisionero, como
los que vemos en ciertas decoraciones de ópera
romántica. Sólo que aquí no es tenor ni canta
con acompañamiento de orquesta.
... A menos que forme la orquesta el perenne rumorar de las olas, que al romper en la roca
fingen el ruido de un gran manto de seda que se
desgarra.
En el calabozo de este hombre hay una ven-
tana, sólidamente enrejada, desde la cual se ve
el océano.
El prisionero ¿qué otra cosa ha de hacer sino
mirar?
Mira, pues, mira siempre, mira sin hartarse,
aquella cambiante movilidad de las olas, a quie-
nes las varias luces del día visten mejor que es-
tán vestidas las emperatrices.
Mira sin cesar el prisionero; y a fuerza de
mirar y remirar, en sus ojos hay algo del océa-
no. El color de sus pupilas es el color mismo
del mar.
En esas pupilas siempre abiertas se copia el
eterno paisaje.
Si un alma piadosa se asomase a esas pupilas,
vería en ellas vuelos de gaviotas y desfiles de
naves; espuma de olas, abajo; espuma de nubes,
arriba.
¿Concebís vosotros ahora la angustia de este
prisionero?
Nada hay que evoque más imperiosamente la
idea de la libertad que el mar.
¡El mar es libre! ¡El mar es de todos! He aquí
la conclusión a que el mismo derecho interna-
cional público llegó después de aquella ruda
lucha entre los juristas holandeses y los ingle-
ses, que en su orgullo querían enseñorearse de
las olas.
¡El mar es libre! ¡El mar es nuestro! ¡Es de to-
dos nosotros!
El prisionero que desde una ventana de su
celda contempla un paisaje terrestre no puede
sentir estas angustias de libertad que muerden
las entrañas del otro.
Lo que mira: los muros de las casas vecinas,
los predios limitados, las tierras de labranza di-
vididas, las montañas que cierran el horizonte,
toda ello le circunscribe el pensamiento, le su-
giere ideas de frontera, de confín, de restricción
de derechos ajenos.
Mas el preso que desde la ventanilla de la to-
rre ve el mar, y encima el espacio, tiene que
sentir el vértigo de la libertad y del infinito.
A sus pies se extiende ese gran camino que
lleva a todas partes...
En el pedazo de cielo que abarcan sus ojos,
lanzando gritos salvajes, revuelan las gaviotas:
¡Las gaviotas, cuyas poderosas alas nunca se
fatigan de seguir a los barcos; las gaviotas, ami-
gas de las tormentas; las gaviotas, otro símbolo
de la libertad!
Más arriba, pasan, como fantasmas blancos o
grises, las nubes libres, las nubes que nunca se
detienen, las incurables errantes; y abajo, sobre
el moaré de las olas, se hinchan al viento las
velas de lona.
¡También ellas se van!
Por la noche, los ojos insomnes distinguen
entre las tinieblas una viva sucesión de puntos
luminosos, intervalados de sombra; parecen un
gran gusano de luz que camina...
Es un trasatlántico que se marcha.
Cada uno de esos puntos luminosos es un ca-
marote, en el que leen, piensan, conversan o sue-
ñan, seres que parten muy lejos, a grandes ciu-
dades cuyos palacios se reflejan sobre el cristal
de lejanas riberas, donde hay músicas, y fiestas,
y mujeres que pasan...
Y cuando en la soledad del ponto no apare-
cen ni vapores, ni velas, ni gaviotas ni nubes,
los dilatados ojos del prisionero verán la onda,
la onda incansable que, impulsada por la dis-
tante influencia del sol y de la luna, va y viene
de playa en playa, de roca en roca, siempre
ágil, siempre sonora, siempre errante, y siempre
libre.
Y pienso en estas cosas al ver la cárcel som-
bría y pesada, a la orilla del mar... jY pienso
también que mi alma es como ese prisionero
que está encerrado en una torre, a la orilla
del mar!
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