En mi familia existe una tradición más que ancestral, la cual consiste en exponer a las jóvenes de la familia a pelar frutas, quien sea capaz de quitarle la cáscara a una manzana roja, porque tiene que ser roja, de una sola vez, en una larga tira, en forma circular, desde arriba hacia abajo- sí, así de específica y estricta es la tradición- se casará y quien no lo logre permanecerá soltera, las palabras exactas son: “para vestir santos” pero prefiero la palabra soltera. No conforme con ello, tiene que tomar la cáscara en la mano derecha, sin romperla cerrar el puño y los ojos, respirar profundo y tirarla por sobre el hombro izquierdo de manera suave, al caer al suelo debe formar una letra, esa será la inicial del nombre del afortunado futuro esposo, en caso contrario el matrimonio no durará, será por poco tiempo y muy infeliz.
Todas las mujeres de la familia pasamos por esa ceremonia. Se realiza en dos partes, a partir de los quince años y hasta los dieciocho –o hasta tener pretendiente seguro- pelamos las manzanas rojas en un esfuerzo de jamás cortar la larga tira en ningún momento, bajo la supervisión de las ancianas de la familia y / o la matriarca. A los dieciocho años, o en su defecto, en el caso que se presentara el primer pretendiente serio antes de alcanzar esa edad – acá se flexibiliza un poco la regla- Se reúnen todas las mujeres de la familia, casaderas o no, en la cocina de la abuela Materna y se realiza la ceremonia: Todas sentadas en ronda y la joven en cuestión sentada en el centro de frente a su madre y de espaldas a su abuela quienes fiscalizarán que no se rompa la “tirita” y que caiga en forma de letra respectivamente.
Demás está decir que pasé por esas tortuosas ceremonias. En primer lugar, pasé el examen de la cáscara practicando a escondidas a la hora de la siesta, dándole de comer la evidencia al perro de la familia -que llegado el momento de la reunión de turno, se escondía bajo la mesa al ver pasar la cesta con las manzanas solamente-. Y llegada la edad de la gran prueba, en que las mujeres de mi familia decidirían qué tan feliz debería ser para no opacarlas ni desmitificar el rito centenario de la familia, no tenía pretendiente en vista así que me daba igual que letra “saliera” léase : me daba igual que letra les parecería ver en la bendita cáscara.
Me citaron en la cocina mientras los hombres esperaban el comedor bebiendo el añejado licor que la abuela guardaba celosamente para este momento. Las mujeres todas el ronda me recibieron de pie y con sonrisas cómplices. Me senté y la tía más vieja presentó la canasta de manzanas rojas, bien lustrosas frente a mí. Hice ademán de tomar una al azar, cuando advertí las miradas de quince mujeres que reprochaban mi actitud, respiré profundo, sonreí y pensé en silencio un momento, ¿y si en verdad funcionaba? ¿Y si mi futura felicidad marital dependía de este momento? Suspiré, esperando no haberme vuelto loca, miré a mi alrededor devolviendo cada mirada, con decisión y gesto dramático revisé la canasta hasta encontrar la más parecida a un corazón. Todas sonrieron. Al parecer era la parte de la ceremonia que ignoraba, era requisito que la “aspirante” reconociera una manzana entre todas, reconociera la manzana entre todas.
Elegí también de entre los cuchillos ceremoniales aquel más propicios para mi propósito. Traducido: Aquel que se pareciera más al que había estado utilizando para practicar.
Comencé mi tarea bien pegada al cabito de la fruta; todas las caras intercambiaron gestos de aprobación. Continué haciendo girar la manzana hábilmente entre mis dedos y desprendiendo su fina cáscara en forma segura.
A los pocos minutos dejé el cuchillo sobre la bandeja que me ofrecía otra de mis tías. Cerré el puño y mis ojos. Sabía que debía pensar en algo pero ignoraba en qué. Lo único que vino a mi mente fueron los enamoramiento que había experimentado a lo largo de mi vida, tratando de hacer coincidir una cara deseada con la letra que se fuera a formar de ese pellejo rojizo y brillante. Sorpresa, sorpresa, todos, sino la gran mayoría tenían en común algo, comenzaban con la letra E. Desde la más tierna infancia todos llevaban una E : Emanuel, en la escuela; Ezequiel, en el grupo dominical; Edgardo, en el grupo del club... Elías, Eduardo; todos mis amores me llevaban a la letra E. Entonces no lo pensé más. Abrí lentamente mi mano y lancé anhelante por sobre mi hombro izquierdo la profética porción de fruta. No quería voltearme a ver, cómo una insípida cáscara se convertiría en una E, era prácticamente imposible, sólo imaginaba una S, o una J, con suerte una G, pero la E se me antojaba tanto o más imposible que una M o una A.
-“Está claro tu futuro “– Sentenció la abuela con acento seguro. Entonces me di vuelta para afrontarlo. Se veía una perfecta e minúscula, un rulito en la parte superior de un semicírculo, para los escépticos.
La noticia corrió por toda la casa como reguero de pólvora. Gritos y perfiles entraban y salían de la cocina, decenas de caras amontonándose frente a la pobre cascarita sobre las baldosas blancas y negras de la cocina de la abuela. Y así se fijó mi futuro. Es decir mi presente actual.
Ya sé cuál es tu duda, si me casé ¿verdad? O tal vez si soy feliz, o mejor aún ¿Cuál es la inicial del nombre de la primer persona que entró a la casa paterna como pretendiente?
La curiosidad mató al gato ... pero contesto gustosa. Los nombres que marcaron mi vida sentimental desde entonces llevaron E como primera letra, ya sea en el primer o en el segundo nombre. Y sí, me casé con un hombre maravilloso, como el que soñaba cuando pequeña y aunque no lo quieras creer se llama Esteban.
A veces las tradiciones familiares son grandes dolores de cabeza y a veces una buena excusa para poner todas las fuerzas y ganas en que los proyectos funcionen. Soy feliz, profundamente feliz y aunque la cáscara de manzana no tuviera nada que ver en ello – o sí- esa experiencia hizo que creyera en esta relación, en mí e ineludiblemente en el destino.
S.N.L. (Fénix Negro)
Hace 6 meses